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    2019-05-30


    Aunque mucho se ha escrito acerca de los propósitos que persigue Max Aub al concebir y desarrollar la operación Jusep Torres Campalans, para Nelken la cosa no admite dudas: nos hallamos frente pi3k inhibitors una burda comedia del arte de vanguardia, ante una cruel banalización de aquella “etapa heroica del arte no ya sólo francés, sino universal” (1958: s. p.), que precisamente sustenta su heroicidad en “los sacrificios, miserias y mofas sufridas por un puñado de renovadores de las tendencias pictóricas occidentales” (1958: s. p.), es decir, en maltratos parejos al que ahora se le está infligiendo. Nelken detecta en todo el asunto un golpe de mano contra la modernidad, otro más, “ya que las carcajadas ante los maestros de la llamada Escuela de París, símbolo de fariseísmo pequeño burgués, datan de varios lustros y no hay hoy, ni en París ni en ninguna parte, nadie medianamente culto que se atreviera a tomar a chacota —y mucho menos para utilizar una publicidad de bajos vuelos—, ni a un Picasso ni a un Braque” (1958: s. p.). Con el arte de vanguardia no se juega, decreta la intelectual española, Fácilmente advertimos que este contraataque se plantea en términos vanguardistas en su más estricto sentido, dado que el desprecio hacia la tradición constituye el mandamiento número uno de todo catecismo moderno y ya en 1909 los futuristas lo incluían en el suyo bajo el nombre de antipassatismo, aunque a Nelken parece escapársele que el objetivo primordial de Aub no es otro sino exactamente el mismo, atentar contra lo instituido, tomando como tal no ya los viejos usos y costumbres del pueblo o de la academia sino la tradición de lo nuevo, la mitología de una modernidad cuyo Olimpo recién estrenado desprende, a fuerza de sacralización, aires ya respirados. No se le oculta este refinamiento, por el contrario, a críticos como Pierre Mazars, cuando subraya el modo en que “todas esas exégesis digna, piadosa, solemnemente dedicadas a unos pintamonas de quienes nadie hablará dentro de veinte años, esas críticas metafísicas que pretenden que se acepte no importa qué, Max Aub las ha fijado como su objetivo” (11). De hecho, desdiciendo el citado prólogo —pieza que cumple, como todo en este entramado, un cometido funcional—, Aub reconoce en algún lugar que “no tendieron a más mis medios, como no fuera —de paso— a enseñar, con tan buen ejemplo, el cobre de tanta farsa pictórica montada en oro” (1970a: 1). No parece conforme Aub con que posiciones de poder, intereses comerciales o estamentos acreditados —la academia, la crítica y la historiografía artísticas— atrapen aves al vuelo y decreten qué hay en ellas de bueno, qué de valioso y qué de potencialmente duradero, y es a Homeobox poner en evidencia estos manejos que iría destinada una patraña cuya efectividad se fía justamente al crédito que merecen el organizador y las prestigiosas personalidades e instituciones involucradas en ella, vale decir, al peso específico de una autoridad competente que, lo quiera o no, se está cuestionando a sí misma desde el momento en que accede a colaborar con el autor. Ahondando en su querella, Nelken sostendrá que nada hay de refinado en el asunto, entre otras cosas porque “copiar deformándola un poco la obra de un pintor de vanguardia es cosa fácil, al alcance de cual-quiera” (1958: s. p.). Sin embargo, su descalificación se torna de nuevo argumento a favor al reconocer implícitamente en la acción maxaubiana un desbordamiento de los límites de la vanguardia con sus propios procedimientos, siendo como es notorio que sus integrantes se consagraron a la mímesis distorsionante y al desvío (détournement) en tanto que procedimientos elementales de creación, cuando no al alumbramiento de heterónimos, espantajos funcionales o personalidades reales de carácter ideal. Viene al caso, sin ir más lejos, Arthur Cravan, boxeador aficionado y escritor bohemio en el que los vanguardistas parisinos quisieron ver a un creador que hibridaba ingenuidad y raciocinio, rudeza y pujanza creativa, y mucho de esta suma de aparentes contrarios se manifiesta en Jusep Torres Campalans, un modelo con el que, según Antonio Saura, “Max Aub quiso sin duda confirmar, a través de un collage psicológico, un personaje que respondiera en cierto modo a la imagen de un artista verdaderamente auténtico —e incluso a la de un artista maldito—, un artista puro, como surgido de la matriz popular, azarosamente, por generación espontánea, pero provisto de una fuerte intuición e inteligencia, aunque contradictorio e inmaduro” (96). Hacemos nuestras, en este punto, las palabras de Miguel Corella —deudoras de Rosa María Grillo, quien a su vez refiere a Umberto Eco, en un encadenamiento que demuestra hasta qué extremo es común el maxaubiano hábito de servirse de lo ya existente— cuando afirma que “el personaje Jusep Torres Campalans es, efectivamente, un falso perfecto: falso porque no existió en carne y hueso y perfecto porque la síntesis de rasgos particulares que propone constituye un retrato ideal del artista de vanguardia” (126). ¿De qué rasgos particulares estaríamos hablando, qué pedazos compondrían, en fin, esta literal quimera? De acuerdo con los análisis “forenses” de José Carlos Mainer, que ha diseccionado el personaje pieza a pieza,