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    2019-04-19


    Es curioso observar que en el terreno de la crítica musical, la tarea fundamental es evidentemente depurar la teoría de todo aquello que obstaculiza la formulación precisa de los elementos esenciales de la música. Sin embargo, cuando se trata de estudiar el tema de la música en la literatura, nada más lejos del interés crítico que desechar todas esas “antiguallas” sobre el arte musical con las que Pietro Cerone, por ejemplo, llenó la primera parte de su obra. Es precisamente ese cúmulo ideológico de fábulas y leyendas que tan estorbosas son ABT263 la nívea especulación de las proporciones y valores musicales donde encontramos el acervo imaginario que alimenta la simbólica poética y filosófica del Siglo de Oro. La lectura atenta de las páginas de Cerone es todavía una asignatura pendiente sobre el papel de la música en el universo simbólico de sor Juana. Un ejemplo de esto, para empezar, sería la versión musical del pliegue alma/cuerpo que nos ofrece Cerone, imbricada por virtud de las proporciones con el concepto de armonía: Detrás de esta convicción, por atávica que pudiera parecer, podemos rastrear toda una historia pneumática y daimónica que la Antigua Grecia cultivaría para una posteridad de milenios. En el Renacimiento, Marsilio Ficino se abocó a la recuperación de las versiones tardoantiguas de estas nociones, sobre todo a partir de las obras de Jámblico, la Vida de Pitágoras y Sobre los misterios egipcios. La llenadura del receptáculo humano por la inspiración o enthousiasmos, esto es, una fuerza sobrenatural, divina, así como su vaciamiento (Tomlinson: 204), Ficino los explicaba esforzándose por traducir a términos cristianos la posesión por un dios o daimon: el endiosamiento místico, tal como lo describía Jámblico: Para Jámblico existen muchas formas de teoforías o posesiones divinas y son multiformes los signos de los inspirados (110-111). Y aunque negó que la música pudiese suscitar el enthousiasmos o furor, afirma que la música puede atraer a los dioses (cfr. Gil: 310). Según cada furor, puede tratarse de voces armónicas o lo contrario, inarmónicas. Puede tratarse de la voz y del tono o de los intervalos intermedios de silencio. Otras veces es por la desigualdad o disonancia de los sonidos musicales. Por su parte, en su De vita coelitus comparandum, o Cómo entonar la vida con el universo, Ficino propone tres reglas para la composición de los cantos rituales con los cuales es posible sintonizar con las fuerzas del mundo creado por la divinidad. Para empezar, conocer las constelaciones y los astros, luego saber qué astro gobierna a G protein la persona o al lugar y observar cuáles son los tonos y cantos que les son afines y, finalmente, observar cotidianamente las estrellas y sus posiciones para saber qué discursos, danzas, cantos y comportamientos pueden ser incitados por ellas (2006: 150-151). Así vemos cómo el giro característico del pensamiento de Jámblico, situando la voluntad divina como la única clave de la inspiración y el papel de la música no como incitadora del furor en el hombre, sino como invocación e invitación a la voluntad divina, será vertebral en la postura filosófica de Ficino, quien adaptó las ideas paganas de Jámblico a la religión cristiana, que descansa sobre el principio de la Providencia. Más aún, estas fuerzas espirituales que Ficino, por influjo de sus lecturas de los neoplatónicos paganos de la Antigüedad tardía llamaba también dáimones, inducidas o expulsadas del cuerpo mediante la música, hacen a la música misma corpórea, poseedora de una forma particular de índole sutil o fantasmal, sólo perceptible por el oído y la imaginación pero capaz de despertar el movimiento del cuerpo humano. Influido también por los pensadores y científicos árabes, como Al-Kindi, Ficino consideraba que las palabras y los cantos emiten rayos (Tomlinson: 118). En su comentario a El sofista (129), Ficino también deja ver la huella en su pensamiento del neoplatónico de los siglos iv y v Sinesio de Cirene, quien afirmaba que la fantasía o spiritus phantasticus está ligada a Dios y a los dáimones. Ficino demonizó, a la manera de los filósofos alejandrinos, su teoría de la armonía como percepción fantasmática. Y aunque esto le crease algunos problemas con las autoridades eclesiásticas —siendo él mismo sacerdote y oficiante— su obra tuvo una proyección decisiva en la cultura de los siglos siguientes, el xvi y el xvii, trascendiendo sus conceptos a muchos de los símbolos de los artistas barrocos. El favor de los Médici creó una barrera protectora para Ficino, a quien de todos modos se le suprimieron capítulos y modificaron sus obras donde parecían más atrevidas, pero aun así podemos aseverar que la difusión de sus escritos nunca fue prohibida por la Iglesia y que éstos podían ser leídos libremente en España, como lo atestigua el gran conocedor de los índices inquisitoriales Marcelino Menéndez Pelayo (309-310). Es decir, que prevaleció la definición de Ficino de los dáimones según la teoría radial de Al-Kindi, como fuerzas de tipo neumático que forman parte del alma del mundo: